LA SEÑORITA (IM)PERFECTA
Siempre se había considerado a sí misma una persona
curiosa. Curiosa y, por consiguiente, observadora. Quizás la imagen que
reflejaba y que los demás percibían de ella no era de curiosidad, sino más bien
de introversión y apatía. Pero ella no se consideraba apática, más bien lo
contrario, le inquietaba la vida. Concretamente, sentía una profunda curiosidad
por las vidas de los demás. Y no porque su vida fuera aburrida y carente de
sentido, que va; le encantaba su vida y, tal vez por eso, tendía a imaginar cómo
serían las vidas de los demás. “¿Disfrutarían tanto de la vida como la hacía
ella o vivirían una amarga existencia?”. Sin saber por qué, tendía a pensar que
las vidas de los demás eran tristes. Y es que se le daba muy bien leer las
caras, o al menos eso pensaba, y lo que reflejaban esas caras era apatía…
Paradójicamente, los demás podían pensar que la apática
era ella cuando se quedaba absorta observando las caras de sus compañeros de tren
durante los largos trayectos hacia su lugar de trabajo. Cada mañana, elegía a
una nueva víctima, a la que observaba largo y tendido y de la que inventaba una
vida triste y aburrida.
El chico moreno de enfrente, siempre cabizbajo y desaliñado,
cuya novia no aguantó más que se pasara el día pegado a la Play Station y lo dejó plantado en el altar. Las pocas
veces que alzaba la mirada, la bajaba casi en el acto al ver cómo ella le
observaba… “Tal vez le gusto”, pensaba siempre. “Pobrecito…”. Se bajaba dos
paradas antes que ella y siempre, antes de bajar, le echaba la última mirada.
O la jovencita con aspecto turco, muy guapa y muy bien
vestida siempre, a la que idolatraba en silencio y cuyos peinados siempre le
hacían pensar a qué hora se levantaría para que le diese tiempo a peinarse así.
“Qué pereza, con lo importante que es descansar para mantener un rostro joven
como el mío”, se decía. En cambio, esta jovencita siempre estaba impecable, a
pesar de su desastrosa vida amorosa.
También estaba la mujer rubia que parecía de origen
eslavo. No sonreía nunca y tal vez se pasaba el día de casa en casa limpiando
la mierda de los demás por cuatro duros. Normal que no le quedasen energías
para sonreír. A veces subía con una amiga, bueno amiga por decir algo, porque
parecía más bien un transexual venido a menos. Hablaban durante los tres
primeros minutos de trayecto y después callaban, seguramente criticándose
mutuamente en sus adentros. No bajaban juntas ni siquiera. Parecían no
aguantarse la una a la otra.
O aquella mujer cincuentona con su hija adolescente que se
avergüenza de tener que compartir trayecto con su madre. Seguramente en casa
apenas se hablan, pero en el tren, la madre finge llevarse de maravilla con la
niña, notándose a la legua que ésta no quiere saber nada de ella. “¿Qué clase
tienes ahora, cariño?”, dice la madre. “¿De verdad te importa?”. En fin, el
padre las abandonó hace unos años harto de las exigencias de su mujer, que con
la menopausia se estaba volviendo insoportablemente insoportable. Y la hija la
culpaba de ello, pues quería haberse ido con su padre.
Y así pasaba los trayectos, observando a la gente de su
alrededor, inventándose sus tristes vidas, sin pararse a pensar que, tal vez,
los demás pensaban lo mismo de ella…